
La fascinación por los extraterrestres era otra cosa que me quitaba el sueño. Era fanatismo pero un fanatismo serio. No sé cuando empezó todo eso. Creo que en el jardín de infantes o quizás antes. Nunca estuve cómodo en el mundo. Nunca lo entendí. Sigo sin entender la mayoría de las cosas que pasan y cuando digo "no entender" no me refiero a que no estoy de acuerdo o que las cosas me parecen injustas; es simplemente que no entiendo de qué van las cosas por acá. A veces salgo a caminar y me parece todo muy extraño y ajeno. Soy un tipo detallista y me gusta pensar que mis ojos enhebran pequeñas cosas de la realidad. Voy perforando perlas de la vida de la gente para pensar y comprender pero con cada cuenta que agrego el collar se tuerce y descompleta. Miro y no comprendo. Hay tantas zapatillas y tantos gestos y tantas formas de caminar por la vereda o de decir las cosas... wow... a veces sencillamente me parece demasiado y me quedo como perplejo buscando sintonía. Todo esto creo que alejó a la gente de mí. A la gente no le gusta que la exploren. Mis ojos crecieron demasiado en mi cara y por eso de chico tenía una cara tan rara. Uno ve una foto mía de cuando tenía cuatro, cinco años, y la impresión es la de estar mirando un pez que nunca parpadea. Además era pálido y excéntrico. Casi un axolote. No me gustaban mis compañeros de jardín y yo no les gustaba a ellos. Quizás me tenían miedo y por eso me mordían... o eran unos reverendos hijos de puta. O ambas cosas. Pensándolo bien la culpa es - en parte - de los zapateros.
Mis viejos descubrieron que era chueco porque una vez, andando en bicicleta, metí el pié derecho adentro de la rueda. Mi viejo tuvo que sacarme el pié de entre los rayos de alambre con una tenaza. No me quebré las piernas porque tener muletas hubiera sido mi absoluta condena social. El destino me guardaba otras cosas. Me llevaron al doctor y me indicaron el uso de plantillas especiales para corregir el "defectito". El defectito me hacía tropezar conmigo mismo cada cuatro pasos. Es decir, caminaba como un puto zombie. Así que mi vieja me compró un par de zapatos marrones y les puso la plantilla. Como me daba vergüenza sacar las plantillas de los zapatos para ponérselas a las zapatillas me abstenía de participar en los juegos deportivos del jardín. Me quedaba en un rincón, sentado en un cantero, mirando cómo los demás se divertían trepando una estructura enorme y de colores que había en el patio. A la larga y a fuerza de aburrirme terminé por odiar a mis compañeros y a sus juegos. Algo como un mecanismo de defensa cercano a la autocomplacencia me invitó a pensar que todos los demás eran unos monos idiotas que se morían por agarrarse de esos caños. El tema es que había unos cuantos idiotas reales. Patricio - por ejemplo - parecía gozar pellizcando a los más tímidos. Espero que ese idiota esté internado. Felipe, lo único que hacía era morder y gritar. Otro idiota sin remedio. Raquel - ya con ese nombre... dios - se hamacaba hacia atrás y hacia adelante con la mirada perdida. Yo miraba todo eso desde el cantero y aprendía a pensar y a despreciar a la humanidad. Todo me parecía una tortura. Las maestras jardineras, el profe de deportes, las canciones, los bloques para armar, los juegos-evaluaciones de sonidos y texturas. En fin... toda esa porquería pedagógica me llenaba de odio hacia el mundo, hacia mis padres y hacia mí.
Como era un pibe raro y todos se encargaban de decírmelo dejé de intentar ser normal. Era mucho esfuerzo. Renuncié al status quo infantil. Rechacé con violencia someterme a todas esas actividades que me parecían pueriles y absurdas. No hay foto de mi tránsito por el jardín y el prescolar en la que figure sonriendo. Y si la hay mi sonrisa es una mueca que bien puede indicar que estoy por arriba de toda la mierda que me rodea. Sigo detestando al fotógrafo que me dijo: "dale pibe, sonreí, una sonrisa dame, me quiero ir". Ni puta que te voy a dar una sonrisa, imbécil. Al día de la fecha me enloquece de ira que me digan que ponga otra cara que la que tengo. Jamás podría posar. Me parece obsceno y lamentable. Así que las fotos del jardín están en la caja de telgopor más chota de todo el armario.
Terminé el prescolar a mi manera. La escuela había organizado una especie de gran ceremonia para los "graduados" y uno de los actos era bailar algo parecido al tap pero sin chapitas en los zapatos... o sea... ahora que lo pienso... una forrada cósmica planeada por un par de enfermos para que los adultos de la audiencia se rieran de nuestra falta de capacidad crítica. Había que vestirse con unos pantalones blancos a rayas azules. Yo fui el único con rayas rojas. Quizás mi vieja se divertía haciéndome sentir desubicado. Yo se lo agradezco. Bailé de todas formas y creo que la pasé muy bien. Para el cierre cantamos una canción que había escrito la directora usando la melodía de "I just call, to say I love you". La letra estaba bien y decía algo así: "nos vamos ya, de este jardín, dejando todo lo que pudimos vivir, el pizarrón, el borrador, los bloques y las tizas... etc". Me dieron un diploma y una medalla que perdí a los pocos días. Pese a todo me sentí muy mal por perder la medalla porque era de metal y porque no dejaba de ser una medalla, así que cuando se la dieron a mi hermana se la robé y me la guardé en un cajón debajo de un fajo de billetes de australes que cuando cambió la moneda me dediqué a coleccionar sin ningún sentido.
Mi vocación de ser ajeno se cristalizó durante los primeros años del primario. Me complacía ser radicalmente distinto a todos los demás y me divertía íntimamente hacer todo lo posible para ser tomado por loco. Es algo que hacía a voluntad. No deja de causarme gracia la vez que a Jessica le empezó a sangrar la nariz en plena clase y - un poco porque ella me gustaba y otro tanto para joder al mundo - me lancé a lamerle la cara y las gotas de sangre que caían sobre la fórmica del pupitre. La cara de mis compañeritos, todos ellos muy santos y correctos, me catapultó a la gloria de la marginación total. Fue una manera enferma de marcar el territorio, monopolizar la extravagancia. Ergo: mi vieja al gabinete de la escuela. Señora, su hijo le chupó la sangre a una compañerita. Señora, su hijo destroza los crayones rojos y pinta todo con colores demasiado fuertes. Señora, su hijo redactó un cuento sobre una araña que está muy bien escrito pero nos asusta. Señora, su hijo es muy inteligente pero nos preocupa cómo pueda ser de grande. Etc. Yo no sé si a mi vieja le importaban esas advertencias o simplemente se cansó de que los demás notaran que no le importaba nada de todo eso... la cosa es que terminó por llevarme a un doctor y el doctor, después de hablar unos minutos conmigo y de escuchar que por las noches el rechinar de mis dientes no dejaba dormir a nadie, indicó que lo más conveniente era que el nene haga alguna actividad deportiva para descargar el excedente de energía que lo tiene tan ansioso... Señora, su hijo es hiperactivo, que vaya a futbol, que corra, que juegue con otros niños, le va a hacer bien un poco de movimiento.
Ella dice que la idea me gustó porque iba a ir con mi mejor amigo. El hecho de que tenga apenas dos recuerdos de todo el año que hice futbol en la escuela de Marangoni de Plaza Las Heras es evidencia suficiente para descartar que se tratara para mí de una actividad placentera. Los dos recuerdos que tengo son:
a) Marangoni nos hace caminar en cuclillas por el cesped todo picoso y verde de la cancha. A mí me duele la parte de atrás de las rodillas y tengo calor. Mi vieja, detrás del alambrado, me mira y me saluda. Me quiero ir ya mismo de este lugar de mierda. No entiendo por qué carajo tengo que caminar así delante de otra gente.
b) Marangoni entrega medallas (otra vez las medallas) a los alumnos de su escuela. Marangoni llama a cada uno desde una especie de palco usando un micrófono. Veo que cada vez somos menos los que no tenemos la medalla. Nunca me nombra. Se nubla y parece que se larga a llover en cualquier momento. Me voy sin la medalla a mi casa sin saber por qué.
Mi primera experiencia deportiva fue una mierda total. Odio el futbol y odio la cultura de futbol de este país. Haciendo el odio extensible: odio el deporte y la idea misma de deporte. No sólo no abolí mi excitación psicomotriz (no logro entender cómo carajo podía amansarme caminar en cuclillas por el pasto) sino que me cargué de un millón de pretextos nuevos para sentirme a disgusto entre la gente del planeta. Fue también una de las primeras veces en mi vida que sentí vergüenza. Todos los demás pegaban saltitos con sus estúpidas medallas y yo no, yo tenía plantillas. Decidí retirarme del futbol a los ocho años. Para siempre. Al año siguiente no hubo deportes para mí salvo los del colegio. No hubo ningún tipo de actividad extra curricular. Mi familia parecía haberse adaptado bastante bien a mi bruxismo. La Noni aseguraba que no eran nervios, que probablemente mi cuerpo estaba lleno de parásitos. La Noni era lo más especial del mundo. La Noni me enseñó la magia. La Noni también me dijo que para corregir el "defectito" de mis pies bastaba con ponerme el zapato del pie derecho en el izquierdo y viceversa. Como a esa altura del partido yo no había aprendido a distinguir un zapato del otro y no tenía ni la menor sospecha de que existiera diferencia entre uno y otro, ese consejo me puso en un aprieto mayúsculo. Yo simplemente me ponía los zapatos de cualquier manera.
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